Esto, por antonomasia, es una condición de vida. La existencia de una membrana (límite) entre el organismo y su ambiente le permite la supervivencia, ya desde el interior sabe asimilar lo que le es nutritivo y dejar afuera lo dañino. Reconocer esta función de la vida, permite poner límites de forma tranquila, firme, no manipuladora, no directiva y no sentirnos heridos por esos límites.
Esta membrana física es la piel (que rodea a cada célula, órgano y a la persona entera, etc, sin dejar cada uno de funcionar en conjunto) y también existe la membrana emocional (cuales son mis sentimientos y cuales los tuyos) y a nivel intelectual (saber cuales son mis pensamientos y cuales los tuyos).
Esta membrana contiene.
Una madre con una membrana emocional herida como consecuencia de su desarrollo inapropiado en la infancia, al tener un hijo que, aunque se haya desprendido físicamente, aún no emocionalmente, puede presentar una gran confusión acerca de los sentimientos que son propios y los que son del niño ocasionando daños en la membrana emocional del niño.
El dolor del límite
Los límites implican dolor (y nos defendemos del dolor a través de diversas actitudes a tener en cuenta), y el dolor no necesita explicación para sanar, sólo de alguien que acompañe. Ya que es mucho más dolorosa la vivencia de la falta del adulto que la vivencia del límite concreto. Lo que el niño necesita es un adulto que acepte su dolor, que no intente desviar su atención, que le deje llorar o protestar sin disuadirle de sus sentimientos ni sus pensamientos.
Es importante plantearse la cuestión de Cuales son los límites necesarios. Los que existan para generar obediencia o para obtener del otro algún resultado no son límites verdaderos.
Los límites permiten la libertad, el vínculo, el conocimiento del Yo y del Tú y el respeto por esa relación. Y no sólo su ausencia enmarca la vivencia del caos interno, sino también una falta de respecto por el entorno físico, humano y cultural. Por lo tanto, la inseguridad de poner límites esta mas relacionada con asuntos propios de los adultos que impiden poder “ver al otro”, al niño y a sus necesidades para poder darle un lugar seguro para expresarlas y satisfacerlas y/o acompañarlos en la frustración.
Algo es claro: un organismo inmaduro es dependiente de otro. Observar esto a nivel físico es obvio, pero lo mismo sucede a nivel emocional. Si interrumpimos el desarrollo vital y espontáneo de los niños, no los estamos ayudando, sino, impidiendo la maduración necesaria hacia su independencia. La dependencia de otro adulto u otro niño, la resistencia o incapacidad para experimentar situaciones nuevas en un entorno libre son síntomas de inmadurez emocional. Esta inmadurez es la misma que hace que la persona tenga dificultades de tomar decisiones. Para poder adentrarse en todo el desarrollo con confianza y seguridad es necesario el respeto amoroso de los procesos vitales.
Por lo tanto el Amor, no puede ser un amor ciego, sino lo confundiremos con mimos o con eludir las dificultades. Se trata de un amor siempre disponible hacia los procesos vitales, un amor hacia otro diferente, amor como aceptación del legítimo otro. Para lograr esto es necesario estar en Si Mismo. Sólo estando en nosotros mismo emitimos la señal de que el otro es percibido, aceptado y amado.
Y si este Amor carece del Respeto necesario puede amargar más que nutrir. El respeto impide que el amor se use para manipular, controlar y abusar. El respeto significa no desviar la atención, las valoraciones ni los procesos de decisión del “legítimo otro” dentro de los procesos de desarrollo.
El Juego
La importancia de darle al niño su espacio y los elementos adecuados para desarrollar el juego simbólico es fundamental para ir procesando las impresiones asimiladas por él, le permite desarrollar sus propios instrumentos biológicos para poder pensar de forma lógica y concreta. No es necesario participar de su juego, pero si estar presente apoyando su desarrollo.
El importante papel del adulto es: servir como reflejo de las actividades de los niños y con ello dar nuestra aportación para que se cumpla el potencial humano de la introspección hacia la cual los niños maduran solo poco a poco. Esto implica que los adultos nos pongamos límites en algunos puntos básicos. Que sólo en el caso de emergencia interceptemos a los niños, no los interrumpamos con comentarios superfluos cuando se encuentran en medio del juego, por ejemplo.
El arte de estar presente, interiormente activo, aunque en el exterior parezca que no se esta haciendo nada, y al mismo tiempo establecer contactos con las señales exteriores y los contextos interiores, es algo de lo cual no se puede liberar a nadie ni enseñárselo. Esto requiere de una decisión personal de poner límites, una y otra vez, a viejas costumbres, inercias y apatías.
De esta manera los límites permiten el desarrollo sano y creativo de las personas, el conocimiento adecuado de la realidad que nos rodea y las posibilidades del desarrollo de los recursos para compartir una vida en libertad y respeto por uno mismo y por los demás.
Entendiendo los límites como contención, cuidado, la pelea interna y el sentimiento de frustración se transforman en experiencias de integración dentro de la Totalidad de Ser.
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